Pregunta: “�Por qu� necesitamos que se nos impute la justicia de Cristo?”

Respuesta:

topreadz.com/Espanol Pregunta: “�Por qu� necesitamos que se nos impute la justicia de Cristo?” Respuesta: En Su Serm�n del Monte, Jes�s pronunci� estas palabras: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que est� en los cielos es perfecto” (Mateo 5:48). Esto aparece al final de la secci�n del serm�n en la que Jes�s corrige el concepto…

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Pregunta: “�Por qu� necesitamos que se nos impute la justicia de Cristo?”

Respuesta:
En Su Serm�n del Monte, Jes�s pronunci� estas palabras: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que est� en los cielos es perfecto” (Mateo 5:48). Esto aparece al final de la secci�n del serm�n en la que Jes�s corrige el concepto equivocado que ten�an sus oyentes sobre la Ley. En Mateo 5:20, Jes�s dice que, si las personas que le escuchan quieren entrar en el reino de los cielos, su justicia debe superar la de los fariseos, quienes eran los expertos en la Ley.

Luego, en Mateo 5:21-48, contin�a redefiniendo radicalmente la ley, pasando de la mera conformidad externa, que caracterizaba la “justicia” de los fariseos, a una obediencia de conformidad tanto externa como interna. Dice: “O�steis que fue dicho, pero yo os digo” para diferenciar la forma en que la gente o�a la ley de la forma en que Jes�s la reinterpreta. Obedecer la ley va m�s all� de abstenerse de matar, cometer adulterio y quebrantar los juramentos. Tambi�n es no enojarse con el hermano, no tener lujuria en el coraz�n y no hacer juramentos falsos. Al final de todo esto, aprendemos que debemos superar la justicia de los fariseos, y eso se logra siendo perfectos.

En este punto, la respuesta natural es “Pero yo no puedo ser perfecto”, lo cual es absolutamente cierto. En otro pasaje del Evangelio de Mateo, Jes�s resume la Ley de Dios con dos mandamientos: Amar al Se�or tu Dios con todo tu coraz�n, tu alma, tu mente y tus fuerzas y amar a tu pr�jimo como a ti mismo (Mateo 22:37-40). Sin duda es un objetivo admirable, pero �alguien ha amado alguna vez al Se�or con todo su coraz�n, alma, mente y fuerzas y a su pr�jimo como a s� mismo? Todo lo que hacemos, decimos y pensamos tiene que ser hecho, dicho y pensado por amor a Dios y por amor al pr�jimo. Si somos completamente honestos con nosotros mismos, tenemos que admitir que nunca hemos alcanzado este nivel de espiritualidad.

Lo cierto es que, por nuestra cuenta y por nuestros propios esfuerzos, no podemos ser perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto. No amamos a Dios con todo nuestro coraz�n, alma, mente y fuerzas. No amamos a nuestro pr�jimo como a nosotros mismos. Tenemos un problema, y se llama pecado. Nacemos con �l, y no podemos superar sus efectos por nosotros mismos. El pecado nos afecta profundamente. El pecado afecta todo lo que hacemos, decimos y pensamos. En otras palabras, mancha todo en nosotros. Por eso, no importa lo buenos que tratemos de ser, nunca alcanzaremos el est�ndar de perfecci�n de Dios. La Biblia dice que todas nuestras acciones justas son como un “trapo de inmundicia” (Isa�as 64:6). Nuestra propia justicia simplemente no es lo suficientemente buena y nunca lo ser�, no importa lo mucho que lo intentemos.

Por eso Jes�s vivi� una vida perfecta obedeciendo plenamente la ley de Dios en pensamiento, palabra y obra. La misi�n de Jes�s no fue simplemente morir en la cruz por nuestros pecados, sino tambi�n vivir una vida de perfecta rectitud. Los te�logos se refieren a esto como la “obediencia activa y pasiva de Cristo”. La obediencia activa se refiere a la vida de Cristo de perfecci�n sin pecado. Todo lo que hizo fue perfecto. La obediencia pasiva se refiere a la sumisi�n de Cristo hacia la crucifixi�n. �l fue voluntariamente a la cruz y se dej� crucificar sin resistirse (Isa�as 53:7). Su obediencia pasiva paga nuestra deuda de pecado ante Dios, pero es la obediencia activa la que nos da la perfecci�n que Dios requiere.

El ap�stol Pablo escribe: “Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley y por los profetas; la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en �l” (Romanos 3:21-22). Mediante nuestra fe en Cristo, recibimos la justicia de Dios. Esto se llama justicia “imputada”. Imputar algo es adscribir o atribuir algo a alguien. Cuando ponemos nuestra fe en Cristo, Dios atribuye la perfecta justicia de Cristo a nuestra cuenta para que lleguemos a ser perfectos ante �l. “Al que no conoci� pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fu�semos hechos justicia de Dios en �l” (2 Corintios 5:21).

No s�lo se nos imputa la justicia de Cristo por medio de la fe, sino que nuestro pecado se le imputa a Cristo. As� es como Cristo pag� a Dios nuestra deuda por el pecado. �l no ten�a ning�n pecado en s� mismo, sin embargo, se le imput� nuestro pecado, por lo que, al sufrir en la cruz, est� sufriendo el justo castigo que nuestro pecado merece. Por eso Pablo puede decir: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en m�; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me am� y se entreg� a s� mismo por m�” (G�latas 2:20).

Al contar con la justicia de Cristo que se nos imputa, o atribuye, nos podemos considerar sin pecado, as� como Jes�s lo es. No somos justos por nosotros mismos, sino que poseemos la justicia de Cristo aplicada a nuestra cuenta. Lo que Dios ve cuando nos lleva a la comuni�n con �l no es nuestra perfecci�n, sino la de Cristo. Seguimos siendo pecadores en la pr�ctica, pero la gracia de Dios nos ha declarado justos ante la ley.

En la par�bola de Jes�s sobre la fiesta de bodas, se invita a la celebraci�n a invitados de diferentes rincones de la ciudad, y se les hace entrar, “tanto a los malos como a los buenos” (Mateo 22:10). Todos los invitados tienen algo en com�n: se les da un traje de bodas. No deben llevar sus trapos sucios de la calle a la sala del banquete, sino que deben vestirse con el traje que el rey les proporciona. Esta es una hermosa imagen de la imputaci�n. Como invitados en la casa de Dios, hemos recibido las vestiduras blancas y puras de la justicia de Cristo. Por la fe recibimos este regalo de la gracia de Dios.

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